sábado, agosto 08, 2009

Delirium di Amore

Dentro de poco, acaso unas horas, la muerte vendrá a fundirse conmigo. Vendrá desde fuera, como siempre la pensé, como cosa extraña, no como algo surgido de mí mismo. Vendrá como en el teatro, provista de su hacha y, sentida su cuchilla en mi nuca, apenas un contacto glacial, allá andaré yo, sombra con mi cabeza a cuestas, por los caminos ignorados, espero que bordeando precipicios, entre cardos hirientes y maleza infernal. Pero anheloso, anhelante, por donde se me anticiparon sus pasos, hallarle al fin tras fatigosas pruebas y rendirme a sus pies, culpable enamorado que necesita reclamar, no el perdón, el amor, el amor que todo lo puede, que todo lo quiere. No estoy delirando aunque bien comprendo que mi raciocinio no pertenece ya a este mundo de los muertos donde viene a morir, a fracasar, a desvanecerse. Otra persuasión me mueve y el resplandor de su luz me rebasa a mí mismo. Penetro en la claridad de unas tinieblas que ocultan lo inevitable, como la roca el agua o el ascua la virtud del calor. Porque necesito eso, anegarme o arder, como forma definitiva de mi cumplimiento. Cielo o Infierno, no sé. En el más allá, del otro lado de la existencia, pasado el límite de lo víbrate entre lo vivido y lo desconocido, ella me espera. Me espera estupefacta. Necesito ir a explicarle, a contarle, mi Amor. A confesarme con ella, que me perdonará llorando pero gozosa, cuando lo sepa. Cuando mi revelación la saque del abismo negro en el que la sumí, la extraiga de la muerte en la que la precipitaron mis manos, no de criminal, ahora lo siento bien, de enamorado. For naught I did in hate, but all in honour. Decírselo para que aquella mirada suya, última, más atónita que empavorecida, recobre la luz celestial de su propio color y, con ella, ahora, jubilosamente, lo sé, la flor de mi secreto. Llegar apresurado, jadeante, y temeroso sin embargo de llegar, por miedo a encontrarle sin vida aún y tener que. ¡Ay, por vez primera sabiendo que la abrazo!, gritarle entre las tinieblas, en su oído de concha, ante el horror de sus párpados herméticos: ¡Te amo! ¡Despierta! ¡Te Amo! Como tantas veces, para, la ficción escénica nos deparaba la sorpresa indecible de saludar juntos, con nuestras manos cogidas, devueltos graciosamente a la realidad por el sonar de los aplausos. Necesito ir, ir y encontrar. Penetrar en el dominio de lo absoluto y realizar allí lo ya decisivo, lo que me aguarda. Lo que aquí en la tierra se torció por los hados adversos o, tal vez, tal vez porque no convenía a la intención inconmensurable de mi abrazo la ley relativa del mundo. Nada puede detenerme en esta pendiente por la que mi pie resbaladizo me llevará, como cuando el baile nos aligera del peso cotidiano, a sumirme en la clarividente inconsciencia de lo verdadero, amar; saber con quién porque ese quién responde. Desnudar en su pecho homogéneo, pero distinto, el gran turbión, como en ese fresco de Pavoda, donde se me reveló incidentalmente, de un modo turbador, la posibilidad de una entrega. Miradle de frente, a los ojos, dimensión insondable, y volcar allí, como balbuceo, en carne viva, lo que me pasa –lo que me pasa-, la confusión de mi ser, el transtorno de las emociones, el conflicto secreto de mi corazón, la sed vieja de mis sentidos equivocados; todo el vivir de espaldas a mi ley natural –y el eco sordo de los pasos furtivos del crimen-, viniendo a iluminar, como un relámpago atroz, el oculto sentido de las cosas. Donde voy nadie espía, para señalar, como un delincuente, al que ama. Se está solo, en esa soledad desierta en la que, yo únicamente –y ella-, escucharé el sonido de mis palabras acordadas con los golpes vehementes de mi corazón y no del todo curado del miedo. Del miedo a sentir. Y entonces, cuando me haya reconocido y aunque amargamente, porque nadie puede olvidar el rostro de su asesino, sonría, me atreveré, sí, por primera vez, a declararme a ella, con el mismo énfasis con que, el pie volando sobre la ligera escalera, le repetí, cientos de veces, apoyado en el alféizar del papel, bajo la falsa noche provocada, a su rostro de ángel, encuadrado como una rosa viva entre guedejas postizas de su simulada humanidad:
Era la alondra, el heraldo de la mañana,
no el ruiseñor: mira amor qué rayas envidiosas
trazan las rigurosas nubes allá en el oriente:
las velas de la noche se han consumido y el
día alegre
se levanta de puntillas sobre las cumbres brumosas de las montañas.
Debo irme y vivir, o quedarme y morir.

Con el mismo énfasis pero sin versos aprendidos. Con mis propias palabras tanto más convincentes cuanto más hilvanadas con torpeza. No, no soy Romeo a quien destierra el canto de la alondra, ni Hamlet, ¡Oh mi pura ahogada!, ni tampoco, no, tampoco, olvídalo, el desgraciado de Otelo. Soy yo, únicamente, desposeído de los disfraces de la grandiosidad escénica, y también del pudor, de ese pudor que en la vida mortal nos adorna pero que, como en el teatro puede, en una explosión imprevisible de nuestro ser, alumbrar el crimen, Vengo desnudo, como soy, un hombre, a confesarte un secreto, mi secreto vivo, que tu muerte reveló. E amo. Sí, te amo. ¿No lo supiste, acaso, siempre? Te amo. Veo en tus ojos trasvasar la extrañeza. Pasar, como el sol por las vidrieras de la catedral, del amaranto a la púrpura, del asombro de la muerte al asombro del amor. ¿Pero qué tiene de malo, dime? ¿Qué tiene de terrible? Te amo: óyelo bien. Así de simple, y de fatal. Para mí, fue, también, un descubrimiento; tan extraño como puede parecerte a ti y tan irrebatible. ¡Qué se yo! Tan fuera de mis alcances y tan cierto, como el sol cuando surge, como la tempestad cuando estalla. ¿Qué podría oponerse a su poder? Así, mis manos aún en tu cuello latente, supe, de pronto, todo, supe que aquel torbellino oscuro que me arrastró hasta el crimen se llamaba Amor. Al saberlo, como si un relámpago siniestro hubiera iluminado las profundidades de mis ser, rugí, sí, rugí por haberte matado y haberte perdido pero, a la vez, fíjate bien, a la vez, como un vestido y su forro forman, siendo distinto un mismo cuerpo inseparable, sentí que se me alumbraba de júbilo una partícula de mi corazón entristecido. Grite, lloré, me deje conducir alelado. ¡Pero te tenía! Supe, en fin, que todo era por ti y para ti: mi vida, tu muerte, y entre ambas, el irresistible recuerdo de todo lo vivido se me selló, de pronto como un tesoro del que ya nada podría desprenderme, que nadie me podría quitar. Y este convencimiento de lo indesarraigable me causó, lo confieso, cuando tu yacías inerte ya, como un mármol tibio, alegría. ¿Oh, perdón, perdón! Son palabras insensatas, lo se, que suenan como cosas horribles y que los hombres se ocultan como lo hace la sierpe en su matorral. Pero aquí no cuenta sino nuestra intimidad más velada, la inconfesable, y de ella nos tendremos que nutrir como un aire tónico… ¡No! No te esfuerces demasiado por incorporarte. Deja que las fuerzas vayan adquiriendo la elasticidad que en la vida se llamaba gracia; aquí se pesa menos. Verás: apóyate en mi brazo, sin esfuerzo, poco a poco, con naturalidad… Pon ahora la cabeza sobre mi hombro… Así… Reclínala. Ve respirando dulce. El pulso de mi pecho te dirige. ¿Vez? Se vuelve a la vida: ¡Este azul! ¡Este oreo! Es el mar y la flora de Chipre. Piensa que tu cuerpo está intacto; ni enfermedad ni desfallecimiento has minado el vigor de su planta. Apenas una convaleciente, eso eres. Ya te volvió el rubor a las mejillas, el aroma a tu aliento. Si tales tempestades producen tales calmas, soplan los vientos hasta que hayan despertado a la muerte, ¿Tiemblas acaso? No pareces conceder confianza al lugar donde estamos; asegúrate en mí. No son las bambalinas escénicas. No es la ficción. No es el rumor del público, el aura de la emoción ajena. No es el diario tráfago que amanece y se apaga. Es la vida, ¡La Vida Eterna! No representamos ya nada. ¡Somos!

Juan Gil-Albert